Recuerdo estar debatiendo los dos mientras desayunábamos en un bar, seguramente sobre política, religión, o cualquier otro aspecto de la vida. Lo recuerdo con orgullo por que, en mitad de la discusión, alguien nos interrumpió:
–Que alegría –nos dijo –ver que hay un padre y un hijo que pueden hablar.
Aquel día, de hace ya bastantes años, fui consciente de lo diferentes que éramos mi padre y yo, pero también del gran tesoro que supone poder hablar, debatir, y confrontar nuestras ideas. Ese tesoro perdura aún hoy día, y también nuestras discrepancias.
Las diferencias generacionales son muy claras entre mi padre y yo: el tiene más experiencia que yo en muchas cosas, y yo he pasado por situaciones que él no conoce. Las cosas han cambiado mucho desde sus cuarenta y dos hasta los míos, existen nuevas necesidades y menos facilidades, pero también más riqueza de conciencia, y conocimientos suficientes para paliar contratiempos que, en sus cuarenta y dos, solo se podían arreglar doblando la espalda más de la cuenta.
Los cuarenta y dos de mi padre fueron los del momento de recibir los frutos de muchos años trabajando, cuando aún se podía ascender en una empresa: él empezó como ordenanzas y se jubiló como apoderado, en la misma entidad bancaria. Mis cuarenta y dos son los de mirar las cifras de desempleados, esperar no volver a encontrarme en esa lista, y pensar de donde demonios sacaré este mes para pagar mi derecho a ser trabajador autónomo.
Mi padre cumplió cuarenta y dos en un entorno de cierta normalidad, en el que nadie se planteaba que aquí éramos todos cristianos, pero si una niña asistía al colegio con un pañuelo en la cabeza, no pasaba nada, más allá de la curiosidad de sus compañeros. Yo cumplo hoy mis cuarenta y dos, mientras veo, no sin cierto estupor, que la supuesta libertad religiosa que disfrutamos nos ha llevado a despertar diferencias que creíamos dormidas.
El cuarenta y dos cumpleaños de mi padre fue en familia, de una manera sencilla pero entrañable, entre las bromas y el cariño de mi madre y mis hermanos, y con la seguridad de que, aún con cuarenta y dos, mi padre nos podía ganar en una carrera. Mi cuarenta y dos cumpleaños llega cuando mis hermanos hacen su propia vida, alguno de ellos lejos de aquí, y la única celebración será la de unos amigos que se han empeñado en invitarme a comer.
Muchas cosas han pasado, mucho ha cambiado todo, desde los cuarenta y dos de mi padre hasta los míos. Pero esta mañana, mientras desayunábamos los dos en un bar, me he dado cuenta de que lo esencial, aquel tesoro que teníamos, aún es nuestro. Otra vez hemos debatido, sobre religión, política, y otros aspectos de la vida. En medio de la discusión, recordando aquel momento de los cuarenta y dos de mi padre, no he podido evitar una sonrisa:
–¿De qué te ríes? –me ha preguntado mi padre –¿Recuerdas a aquella persona que aquel día nos dijo lo bueno que era que pudiéramos hablar tú y yo? –le he contestado –Creo que es el camarero.
Seguramente no tenga tanta importancia el hecho de que, en un pueblo, el destino (o el desayuno) haya vuelto a juntarnos a los tres en el mismo bar; pero es que hoy cumplo cuarenta y dos, y aún con algunas nieves de Gardel en mis sienes, no he podido reprimir cierto sentimiento de añoranza.
© Lucky Tovar
2 comentarios:
Felicidades.
has logrado que me emocione!
Buena forma de escribir.
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