Esta mañana leí en un periódico que robé en algún bar, que ayer hubo una manifestación a la que acudieron “casi un millar de personas” y pensé “vaya, casi un millar suena a mucha gente”. Dada mi condición de desempleado, y por no parecer además parado, me fui a una entrevista de trabajo en la que un chico, que aún recuerda cuando dejó de utilizar calcetines blancos, me miró sorprendido y me preguntó “¿Cuántos años tienes?”, me hizo la versión exprés de la entrevista y me puso cara de “¿ves ese hueco que hay en la pared? Se llama puerta”; debería haber dejado esa entrevista para el final, así no me habría desanimado a ir a las otras dos.
De vuelta a casa pasé por un bar en cuya puerta lucía un bonito cartel amarillento y casi desteñido por el sol, “se necesita personal”. Me animé a entrar y, mientras me tomaba una cerveza me dio por pensar “joder, yo solo podría sustituir a dos de los cinco chavales que están atendiendo a las mesas”. Hablé con el dueño que, muy amablemente me ofreció quinientos euros por doce horas de trabajo; ni mi mejor cara de nada sirvió para ocultar mi sorpresa. –Es lo que me cobra cualquier inmigrante– me dijo con más cinismo que pudor, así que, tal vez por venganza, decidí robar allí mi segundo periódico: –a la manifestación acudieron poco más de novecientas personas– rezaba un titular, y aquello me hizo pensar, “vaya, novecientas personas suena a muy poca gente”.
Comí en casa de mis padres, lo cual quiere decir que mi madre me dio la comida. Éramos seis en la mesa, comiendo y tragándonos el programa del corazón que mi madre se empeñó en poner en la tele, pero se pasó todo el tiempo hablando, con esa peculiar forma suya de expresarse: –Pues la madre de la Mercedes, la que vivía en Los Pajaritos y se mudó aquí porque le tocó la lotería, que digo yo que no sé como esa mujer compraba lotería si dice que no tenía ni para comer; es como lo del Antonio el de las vacas, que todavía me debe dinero de cuando tenía yo la panadería, pero si lo pillo un día ya verás. Como le dije yo a la Manolita, que no es por el dinero, que dos mil pesetas de entonces ya no es nada, pero coño, es mío. Hay que ver esa mujer lo que ha pasado con sus hijos; el mayor drogadicto y la niña medio tonta, claro, así la han dejado preñada. Pues se ha muerto, y la Mercedes, ni luto se ha puesto– Yo no sé para qué ve mi madre programas de cotilleo.
Después de comer, y teniendo claro que esta noche no cenaré, vuelvo a mi casa y me meto entre pecho y espalda una de esas siestas involuntarias que empiezan sin querer, viendo la tele, y terminan alargándose hasta dos horas. Eso sí, antes de quedarme sopa consigo ver parte de un informativo: –Novecientas veintidós personas asistieron a la manifestación–. Ahora que lo pienso, “casi un millar”, “poco más de novecientas” y “novecientas veintidós” viene a ser lo mismo; con ese pensamiento en duermevela terminé de cerrar los ojos. Lo peor de este tipo de sientas es que te despiertas a una hora que resulta demasiado tarde para salir a pasear y demasiado pronto para encontrar algo decente en televisión; el cuerpo te pide azúcar, los ojos aún no funcionan como para leer y el aburrimiento amenaza con convertirse en segunda siesta involuntaria. El cocido de mi madre es como las producciones de Hollywood, se repite. Menos mal que no voy a cenar.
Llegan los niños. El mayor me sube casi media cuarta de altura y el menor me sube cuerpo y medio en hiperactividad. Son bueno chicos, pero su carga hormonal es incompatible con mi estado físico y anímico a esas horas. Cuando termino de volver al mundo de los vivos me siento ante el ordenador y entro en seis diferentes páginas de búsqueda de empleo. Doscientos anuncios de “salas de relax” que buscan chicas. En plena crisis hay tíos con extrañas prioridades. Anoto un par de números de teléfono para llamar mañana, voy al baño, me lavo las manos, sigo notando la guerra interna entre la sal de frutas y los garbanzos de mi madre, vuelvo al ordenador y me pongo a ver mi correo. Después de quince e-mails de esos que aseguran que si lo pasas a todos tus contactos serás feliz para siempre, me da por plantearme algunas preguntas: “¿De verdad se cree la gente estas cosas?”, “¿serán estos ingenuos los que llaman mentirosos a los políticos?”, “¿Será el agujero de ozono más grande que la úlcera de estómago que deben tener mis padres?”.
Hablo por teléfono con alguien cuya relación conmigo está definida por la no definición y veo un rato la tele. Cuando se decidan a poner episodios de esta serie que no hayan repetido quinientas veces, a lo mejor hasta me gusta. Empiezo a tener sueño, así que, haciendo gran esfuerzo, subo las escaleras, llego al dormitorio, me echo sobre la cama y mis ojos se abren de golpe como platos soperos. Tal vez si bajo, me fumo un cigarrillo y veo un rato de tele-tienda, consiga que vuelva el sueño. La nueva Súper Cloth (o sea, la nueva Súper Bayeta), lo deja todo mucho más limpio y dura toda la vida –¡Y si llama ahora le regalamos otra! – ¿Para qué quiero otra si me va a durar toda la vida? Mira que bien, esa señora dice que lleva años utilizándola y está muy contenta, pero si es la “nueva” Súper Cloth no entiendo como lleva años utilizándola.
No consigo dormir, tal vez si como algo… Ya casi no me acuerdo del cocido de mi madre. Poca cosa, un par de rebanadas de pan de molde con una loncha de jamón de York, un vaso de leche y a seguir la lucha contra mi viejo amigo el insomnio. Habrá quien compre estos productos de tele-tienda, seguramente las mismas personas que se creen lo de los e-mails milagrosos en cadena, pero al menos suelen ser un buen somnífero estos programas. Las cinco y media y yo sin dormir. Las seis menos cuarto y sin sueño. Las seis y media, no sé par qué quiere ese tío un aparato de gimnasia si ya está cuadrado. Las siete y empiezo a notar el sueño, pero esperaré un poco más para que no me pase como antes. Que curioso, el sándwich se me repite con sabor a garbanzos.
Las diez de la mañana, otra vez me he quedado dormido en el sillón, la espalda molida, el cuello echo polvo, la mañana medio perdida y un ardor de estómago que me está matando. En la tele, las noticias, “Setecientos manifestantes según la administración, dos mil según los sindicatos” y yo ni siquiera sé quien ni para qué se manifestaban. Oigo como cruje mi espalda en el primer intento de levantarme del sillón, lo consigo a la segunda, me lavo la cara con agua helada porque el termo sigue averiado, desayuno a base de café, Almax e ibuprofeno. Está callendo el segundo diluvio universal, anoche me dejé la ropa tendida y pienso… “la vida es maravillosa”.
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