Una cosa es ver cine, y otra muy distinta es ir al cine. Yo me quedo con la segunda. Me quedo con la ceremonia ancestral de asomarse a la ventanita de la taquilla, buscar un buen sitio donde sentarme, esperar la señal de las luces al apagarse… Creo que es la única ocasión en que una luz anuncia algo apagándose, no encendiéndose. Me quedo con la penumbra de la sala, con esa textura de imagen que ningún súper televisor ultramoderno podrá igualar jamás. Me quedo con el olor a palomitas y pipas, con el tenue sonido del proyector cuando estás muy cerca.
Cuando voy al cine, no solo veo la película. Cada vez que me acomodo en mi butaca, vienen a mi mente mis primeras visitas a esta mágica linterna de ilusiones ópticas. Me asaltan recuerdos de cuando volvíamos a casa emulando a Bruce Lee. Recuerdo a Johnny Weissmuller, único y verdadero Tarzán, y a la Brooke Shields de mis primeras fantasías ¡Quién hubiera nadado con ella en aquel lago azul! Cuando voy al cine, solo existe el cine, durante la película y unos minutos después. No hay timbres ni teléfonos, ni zapin… ni falta que le hace. Cuando voy al cine, solo voy al cine.
No suelo alardear de las ventajas de vivir donde vivo, pero hay algo en este pueblo, muy por encima de todo eso que algunos llaman calidad de vida. Renta per cápita, servicios municipales, seguridad, situación geográfica… Todo palidece ante, lo que yo considero, la gran ventaja: tenemos cine de verano. Tenemos ese lugar donde se crea una especie de micro clima, que hace que me olvide de los julios y agostos de este sur tan caluroso. Tenemos ese sitio donde aún puedes recuperar la ocasión de ver lo que, merced a los precios de los multicines, te perdiste en invierno. Tenemos cine bajo las estrellas, y Los Pekenikes sonando mientras espero que comience el show. Tenemos el último reducto de emoción veraniega, que algunos esperamos durante nueve meses.
El cine de verano de mi pueblo, el de Rafalito de toda la vida, es el fruto del amor de una familia por el arte de hacer disfrutar a los demás. El Cinema Tomares es esa fuente de recuerdos que no quiero olvidar, porque me gusta conservar en la memoria el sitio en que creció mi amor por el cine. Me gusta recordar como iba creciendo el largo de mis pantalones, y el de mi barba, mientras desayunaba con diamantes, o atravesaba el cuerpo humano en un viaje alucinante, o me dejaba seducir por la Señora Robinson. Me gusta perderme en el gigantismo de una pantalla que le da significado a la expresión “7º arte”. Pero además, me gusta conocer a la taquillera, y que me pregunte por mis hijos. Me gusta masticar chuchearías que solo mastico en mi cine de verano. Y sí… me gusta el “visite nuestro bar”, y los cortes para cambiar de bobina, y todas esas cosas de las que se queja ese pseudo-intelectualoide barato, que seguro que creció en una de esas grandes urbes donde no saben distinguir entre
ver cine e
ir al cine.
Muchas veces, querido Rafael, te lo he dicho en persona. Permíteme que lo haga ahora desde esta humilde tribuna, donde derramo mis inquietudes. Muchas gracias, Rafael, por mantener viva esa llama, a pesar de que no es, precisamente, lo que muchos llamarían “rentable”. Mientras unos miden la conveniencia de su trabajo por el rasante del dinero que deje en sus carteras, tú sigues mirando la rentabilidad anímica, el rédito de felicidad propia y ajena, el beneficio de echar un buen rato en el último auténtico cine de verano. Gracias, y que sea por muchos años.
©Lucky Tovar