lunes, 12 de julio de 2010

FÚTBOL 1, PATADAS 0

Cuentan los entendidos, que el flamenco estuvo a punto de desaparecer, tragado por el olvido y blindado por los puristas. Dicen otros entendidos, que lo mismo pasó con el blues, la música celta, y otras raíces musicales. Cuentan, con estupor, que cada folclore moribundo suele renacer en países ajenos. Los franceses y japoneses nos hicieron acordarnos del flamenco, los europeos refrescamos la memoria de los yankis sobre su blues…

Cuentan los expertos, que el estilo de nuestra selección nacional de fútbol sale directamente del Barça, y que este lo heredó de un tal Cruyff, y de la “escuela holandesa”. Parece ser que, una vez más, un país pierde sus raíces en el olvido, y tiene que ser otro país quien se las recuerde.

En este caso, los desmemoriados recibieron muy mal la lección de historia. De hecho, la recibieron a patadas. Que solo faltó que Doña Sofía fuera al baño y el príncipe ese de Holanda le pusiera la zancadilla. Tirando de tópicos nacionales, algo tan delicado como el tulipán, machacó los tobillos, las rodillas y hasta el pecho, de un toro.

Cambian los tiempos, y con ellos, descubrimos la estupidez del tópico. El bravo animal, de afilados cuernos y furia incontenible, se mostró como estilista del deporte rey, haciendo arte de algo tan básico como jugar con un balón. Mientras, la finura de la flor, se defendió a base de patadas, con el beneplácito de un árbitro inglés que no quiso ver la brutalidad de algunas acciones que, más que tarjeta roja, casi merecieron cárcel.

Ahora sí que nuestros futbolistas pueden decir aquello de que el fútbol es así. Es así, tal como le hemos enseñado a una panda de naranjas agrias, que creyeron poder desmoralizarnos con recursos mezquinos, a falta de argumentos futbolísticos. En la final, los nuestros echaron de menos la nobleza de los alemanes, pero también echaron de menos que, entre cuatro colegiados, hubiera, al menos, un árbitro.

España es campeona del mundo de fútbol, y merecen que les dedique "La canción de la semana" (más abajo). Holanda fue el capo de los gansters de la deportividad, y solo merecen el olvido. Orange tenían que ser.


©Lucky Tovar

lunes, 5 de julio de 2010

CINEMA TOMARES. El último de los auténticos

Una cosa es ver cine, y otra muy distinta es ir al cine. Yo me quedo con la segunda. Me quedo con la ceremonia ancestral de asomarse a la ventanita de la taquilla, buscar un buen sitio donde sentarme, esperar la señal de las luces al apagarse… Creo que es la única ocasión en que una luz anuncia algo apagándose, no encendiéndose. Me quedo con la penumbra de la sala, con esa textura de imagen que ningún súper televisor ultramoderno podrá igualar jamás. Me quedo con el olor a palomitas y pipas, con el tenue sonido del proyector cuando estás muy cerca.

Cuando voy al cine, no solo veo la película. Cada vez que me acomodo en mi butaca, vienen a mi mente mis primeras visitas a esta mágica linterna de ilusiones ópticas. Me asaltan recuerdos de cuando volvíamos a casa emulando a Bruce Lee. Recuerdo a Johnny Weissmuller, único y verdadero Tarzán, y a la Brooke Shields de mis primeras fantasías ¡Quién hubiera nadado con ella en aquel lago azul! Cuando voy al cine, solo existe el cine, durante la película y unos minutos después. No hay timbres ni teléfonos, ni zapin… ni falta que le hace. Cuando voy al cine, solo voy al cine.

No suelo alardear de las ventajas de vivir donde vivo, pero hay algo en este pueblo, muy por encima de todo eso que algunos llaman calidad de vida. Renta per cápita, servicios municipales, seguridad, situación geográfica… Todo palidece ante, lo que yo considero, la gran ventaja: tenemos cine de verano. Tenemos ese lugar donde se crea una especie de micro clima, que hace que me olvide de los julios y agostos de este sur tan caluroso. Tenemos ese sitio donde aún puedes recuperar la ocasión de ver lo que, merced a los precios de los multicines, te perdiste en invierno. Tenemos cine bajo las estrellas, y Los Pekenikes sonando mientras espero que comience el show. Tenemos el último reducto de emoción veraniega, que algunos esperamos durante nueve meses.

El cine de verano de mi pueblo, el de Rafalito de toda la vida, es el fruto del amor de una familia por el arte de hacer disfrutar a los demás. El Cinema Tomares es esa fuente de recuerdos que no quiero olvidar, porque me gusta conservar en la memoria el sitio en que creció mi amor por el cine. Me gusta recordar como iba creciendo el largo de mis pantalones, y el de mi barba, mientras desayunaba con diamantes, o atravesaba el cuerpo humano en un viaje alucinante, o me dejaba seducir por la Señora Robinson. Me gusta perderme en el gigantismo de una pantalla que le da significado a la expresión “7º arte”. Pero además, me gusta conocer a la taquillera, y que me pregunte por mis hijos. Me gusta masticar chuchearías que solo mastico en mi cine de verano. Y sí… me gusta el “visite nuestro bar”, y los cortes para cambiar de bobina, y todas esas cosas de las que se queja ese pseudo-intelectualoide barato, que seguro que creció en una de esas grandes urbes donde no saben distinguir entre ver cine e ir al cine.

Muchas veces, querido Rafael, te lo he dicho en persona. Permíteme que lo haga ahora desde esta humilde tribuna, donde derramo mis inquietudes. Muchas gracias, Rafael, por mantener viva esa llama, a pesar de que no es, precisamente, lo que muchos llamarían “rentable”. Mientras unos miden la conveniencia de su trabajo por el rasante del dinero que deje en sus carteras, tú sigues mirando la rentabilidad anímica, el rédito de felicidad propia y ajena, el beneficio de echar un buen rato en el último auténtico cine de verano. Gracias, y que sea por muchos años.


©Lucky Tovar

viernes, 2 de julio de 2010

APARTAMENTOS BLANCOS. BANDERAS NEGRAS

Unos especuladores construyen bloques de apartamentos y hoteles en primera línea de playa ¿Por qué? Pues por que tienen salida. Por que siempre hay un buen puñado de adinerados comodones a quienes les parece ideal tener la playa ahí, a tiro de piedra. Es símbolo de alto lujo para esos esnobs con muchos recursos y poca idea de qué hacer con ellos. Cuanto más cerca del agua está su apartamento, más envidia sentirán sus conocidos, a quienes antes envidiaban ellos. Se trata de una escalada de violencia silenciosa. Una especie de guerra fría del “yo tengo más que tú”.

Pero, antes de seguir cayendo en la obviedad, concluyamos la historia. Los especuladores se llevan la pasta, los ricachones disfrutan de su presunción, y todos contentos. Pero la playa tiene sus propias reacciones. El mar también vive, habla, se manifiesta. El agua se ensucia, los peces mueren y el litoral cambia de color. Todo se contamina y, como consecuencia, ya nadie se puede bañar. Ni los ricos tontos de los apartamentos y hoteles en primera línea de playa, ni los lugareños de toda la vida. Mientras tanto, los especuladores siguen contentos, las construcciones siguen contaminando, los adinerados se bañan en las piscinas del club social, y los lugareños se quejan.

Al principio, todo estaba bien. Las obras daban trabajo, los trabajadores dejaban dinero en los negocios del pueblo, y este crecía. Al final, los compradores esnobs se cansan del lugar y venden sus apartamentos, a precios asequibles, a gente más de clase media, que no esperaban encontrarse con banderas negras en la playa. Todos terminan yéndose. El pequeño pueblo costero pierde su principal fuente de ingresos, con el que ya contaba antes de que llegaran los especuladores.

En reuniones sociales, de esas que tanto les gusta a los estirados con más pasta que materia gris, Mari Puky le cuenta a Chuluka lo bien que estaba esa playa al principio…
–Pero se puso súper asquerosa ¿Sabes? O sea, que ya no podíamos ni bañarnos.
La cosa tendría su gracia, si no fuera porque la mayoría de seres humanos no sabemos escuchar la voz del verdadero damnificado. Solo sabemos ver el telediario:

–Record de banderas negras en las playas españolas. Y ahora, información sobre el Mundial.


© Lucky Tovar